De éstos últimos sitios señala la Fonda de la Ratona, en la calle Cangallo, para luego describir el ambiente de tales lugares, con un fuerte hincapié en las dudosas condiciones de higiene reinantes en pisos, manteles y vajillas. Y continúa: "el menú no era muy extenso, ciertamente; se limitaba generalmente en todas partes a lo que se denominaba comida al uso del país: sopa, puchero, carbonada con zapallo, asado, guisos de carnero, de porotos, de mondongo, albóndigas, bacalao, ensalada de lechuga y poca cosa más; de postre orejones, carne de membrillo, pasas y nueces, queso (siempre del país) de inferior calidad".
Luego viene el tema del vino, del que vale la pena hacer algunas aclaraciones previas. Muchas veces, por falta de seriedad y rigor investigativo, se ha dicho que el único carlón que se consumía en Argentina era el español, cuando en realidad la palabra carlón definía a un tipo de vino tinto oscuro y pesado (para los parámetros de la época), que fue importado de la madre patria en exclusividad hasta los tiempos de la independencia. Más tarde, desaparecidas las trabas al cultivo de vides y producción de vinos en el ámbito local, un tipo similar comenzó a elaborarse en las provincias de Cuyo, que lentamente fue desplazando al antiguo carlón español, no obstante su subsistencia entre las importaciones hasta la década de 1880. Posteriormente, y como suele suceder con cualquier artículo de consumo popular, su nombre continuó sirviendo para rotular productos completamente alejados de la versión original. Sin ir más lejos, los argentinos memoriosos recordarán al Carlón Casa de Troya de la década de 1970, el cual, más allá del nombre, de carlón no tenía nada.
Parece ser que la broma fue muy bien recibida, y que a partir de entonces los clientes comenzaron a consumir las tres "variedades"...
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